4:30 PM

 Son las 4:30 de la tarde y los colores rosa y celeste del aterdecer contrastan con el tono rojizo y dorado que reflejan las hojas del viñedo desde el que estoy escribiendo. 

El viento frio de la region de Barossa (en el sur de Australia) se me enreda en la nuca y hacen que los pelos de mis orejas, testamento de que mis días jovenes se están acabando y herencia de mi abuelo paterno, se levanten por reacción barométrica del ambiente. 

Nunca me han gustado esos pelos en sitios raros. Siempre los he criticado en silencio y me han generado cierta repulsión. Pero nadie escapa a sus genes, y hoy me toca aguantarlos; sobre todo porque son muy dificil de detectar. Cada vez que los noto los arranco de manera obsesiva, pero siempre regresan. Supongo que me tocará meter los pelos de las orejas en la lista de las cosas que tengo que aprender a perdonarme.

En el árbol que está frente a mi vive una pandilla de magpies, que son unos pájaros medianos de pico puntudo y caracter endemoniado. Son muy parecidos a los cuervos, pero con plumaje blanco y negro, malgeniados, rencorosos y que tienen por hobby atacar a los otros pajaros que pasan cerca de sus nidos, a los niños, y a los ciclistas.

Digo les gusta, por la costumbre que tenemos de antropomorfizar comportamientos naturales en los animales que nos rodean. Según he leído en internét (que es la fuente de mi limitada sabiduría) estos pajarracos son supremamente territorialistas y muy celosos con sus crias. Además de ser muy inteligentes y tener memoria para identificar rostros.

Osea que si uno les tira cosas para espantarlos, los desgraciados se  van a acordar y cada vez que  uno pase cerca de sus nidos, se botan como kamikazes en picada atacando ojos y cabeza. No solo eso, sino que como en toda pandilla que se respete, si se meten con uno, el problema es con todos los demás. Y ¡ay! cómo les gusta atacar en gavilla.

A mi núnca me han atacado, pero algo de miedo si me dan. Alguien me dijo una vez que para que no lo ataquen a uno, hay que saludarlos cuando uno los vea. Yo no se si es verdad pero todos los días paso y los saludo y les pido que me dejen pasar para entrar al trabajo, por si acaso.

Mientras escribo mi poco rigurosa descripción de los magpies, pasa volando un grupo de tres perícos de esos de colores que en Colombia son pequeñitos y verdes y los venden en la plaza del Restrepo con el nombre de pericos Australianos. Pero que acá son blancos, y rosados, y púrpura y se llaman solo pericos, a secas. Y cómo no, del árbol saltaron estos pandilleros blanquinegros y formaron tremenda trifulca en pleno vuelo. 

Me da risa y pienso: -qué gonorreas-

Disfruto mucho de trabajar en este lugar, sobre todo en los momentos como este en los que no estoy trabajando. Aprecio mucho la tranquilidad del paisaje cuando el restaurante está cerrado. 

El viento, junto con el aroma a hojas secas y tierra húmeda, me trae el bullicio que causa un grupo de  mujeres que acaban de llegar. Cuando están cerca cuento seis en total que vienen hablando con el volumen y el alboroto que las mujeres causan cuando están en grupos grandes y la están pasando bien. 

Su presencia interrumpe mis pensamientos, el alboroto se escucha más cerca, me irrito.

-¿Está abierto el lugar?- me pregunta una de ellas en inglés con su acento australiano perfecto.

Me obligo a sonreir -abrimos a las cinco y media, pero el tasting room debe estar abierto- le respondo con mi inglés de niño bueno y mi acento tropical mientras le señalo con el dedo hacia dónde queda.

-¡Ay!, mira el atardecer tan lindo- grita otra desde un lado. -tomémonos una foto-

-prefiero un vaso de vino- le contesta una tercera, y se van por el camino que les acabo de indicar.

Se me disuelve la rabia mientras se van alejando, así como se disuelve el azucar en café caliente, despacito y en espirales. Lentamente vuelvo a concentrarme en los sonídos de los pájaros que viven al rededor del restaurante. Un cuervo chilla a lo lejos.

Miro la hora. Las 5:15. Ya casi me toca entrarme. Me percato del dolor que el peso de la pierna derecha me produce sobre la rodilla izquierda, pero lo ignoro a propósito para seguir escribiendo.

Parece que el tasting room está cerrado porque mis visitantes ya están regresando y otra vez me interrumpen. 

La rabia regresa. 

Sonrío de nuevo.

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